Mi pequeña librería by Máximo Huerta

Mi pequeña librería by Máximo Huerta

autor:Máximo Huerta [Huerta, Máximo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2024-10-15T00:00:00+00:00


32.

Irene, mi abuela, era una narradora extraordinaria. Cuando pienso en ella, además de su legendaria mano para la cocina y su fe en Dios o en la Virgen del Remedio, puedo verla sentada a la mesa camilla, tapada con su pesada toca de ganchillo de dos capas negra y vino tinto —todavía la conservo en un cajón—, con la mirada brillante, las uñas pintadas de nácar y dispuesta a contar historias de miedo. A Irene le gustaba relatar. Por ejemplo, cómo en casa de unos familiares que no recuerdo, por las noches, el reloj de pie se adelantaba unos metros y aparecía en otro lugar. O cómo, también por las noches, le tiraban del pelo a fulana y se quejaba creyendo que era su marido, pero el santo dormía. Y ella enloquecía de miedo. Me decía que no sacara los pies de la cama, y eso hice muchos años, porque en tal casa alguien había sentido cómo le agarraban de los tobillos. De ahí a dormir hecho un ovillo no hubo transición. La abuela Irene narraba como Edgar Allan Poe. Pensándolo bien, era mejor que el escritor. Utilizaba a personajes reales para que la ficción —si es que lo era— tuviera todos los matices de la realidad: una gran introducción llena de detalles, un diálogo en el que ponía la voz de fulana o zutana, y un desenlace abierto. Así el miedo seguía durante mucho rato. Durante mucho tiempo.

Irene procedía de una familia de agricultores, muchas hermanas y mucho trabajo. Su padre era un hombre fortachón, alto como lo soy yo. Así me lo recordó hasta los últimos días de vida: eres como mi padre, alto y guapo. La abuela se marchó con un libro en las manos, siempre leyendo, siempre fabulando, siempre cocinando, siempre sonriendo. No albergo ninguna duda de que el hecho de que yo sea escritor le corresponde a ella, porque en sus manos anidaba la magia y en su cálida voz, la fantasía. Ella, sólida como una roca y convencida del poder de la bondad, hizo literatura con los días. En la cocina de la casa donde vivió acompañada de mi tío Rafa guardaba botes de conserva de todo tipo, restos de la cena, orzas con embutidos, chocolate escondido, dulces, galletas. Cuando yo era niño la Navidad estaba escrita con letras doradas en el calendario de la cocina. Se anunciaba con un saco de almendras que ella pelaba, hervía para poder quitar las pielecillas, las dejaba blancas y después las tostaba en el horno. Con eso y otros ingredientes hacía barras de mazapán que tenían trozos de fruta escarchada de colores. A papá le encantaban, y a mamá… A todos. Yo buscaba el chocolate. Hoy, desearía tener un pellizco de ese mazapán que rechacé por los turrones que anunciaban en la tele.

Creo que mamá guarda la receta del famoso mazapán de la Irene en algún lugar. Un día, cuando el corazón esté blandito como ese añorado dulce, aparecerá.



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